El primer monstruo


Todo se ve más claro desde su escondite, si no sabe que está deja de actuar. No finge ser el hombre bondadoso que todos conocen, se arranca la máscara y muestra los colmillos. Y ha llegado la hora de alimentar a la bestia, por ello su madre le ordenó entrar en su escondite, el armario para los menos observadores. El nunca mira, cierra los ojos y espera que todo pase. Ojalá esta vez hiciera lo mismo.

Es curioso como cambian las cosas dependiendo de quien sea el observador. Cuando el pequeño miró por la rendija del armario no vio a su padre. Él es un buen hombre, le gusta gritar, pero le trae muchos juguetes. Eso no era su padre, era el primer monstruo que conocería en su vida. Casi podía ver sus alas, sus garras rasgando la carne de la madre. Y eso fue lo que cambió todo, nunca la había visto así. Ella es quien le cuida y quien le tranquiliza tras sus pesadillas, es su amado ángel. Una vez la vio llorar y sin darse cuenta lo hizo también, de algún modo logró sentir lo mismo que ella. Pero esta vez la vio sangrar.

Estaba en el suelo, intentando cubrirse de algo inevitable. Sobre ella estaba la bestia, desgarrándola con cada zarpazo. Gritándole que era su culpa, que era su culpa, que era su culpa. Cada vez que lo repetía más clara estaba su falta de humanidad. Entre lágrimas y sangre no veía bien, pero lo siguiente pudo verlo perfectamente. La puerta del armario abierta y su hijo estaba tras el padre. Intentó defenderla y le clavo unas tijeras. Nada más hacerlo la bestia se giró y bufando de rabia le soltó un zarpazo, lanzándolo contra el suelo. Ahora cambió de víctima, una más pequeña y llena de valor.


Fueron los gritos del niño lo que la despertó. Ese sonido le dolió más que cualquier golpe. Y como un animal herido se puso en pie, agarro las tijeras del suelo y avanzó. Luego todo le dolería, pero en ese instante no sentía nada, excepto su afán de protegerle. Alzo las tijeras, y sin pensarlo las clavo en la bestia. Lo repitió hasta agotar sus fuerzas. Entonces se acercó al niño que ya no gritaba, ya no podía hacer otra cosa más que respirar. Lo abrazó sin fuerzas, pero con más cariño del que nunca imaginó.

Diego Alonso R.

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